A mí me hace falta correr la luna
con grandes pasos de adoquín
y marioneta vencida.
Y que vuelva cada vez
la cicatriz a latir sus extremidades fantásticas.
Hielo de los tejados rechinando las puertas tibias de los placares
y las máquinas de sueños.
A la deriva del ayer y las ráfagas de dados y fusiles,
eutanasias vestidas de gala en las escalinatas del cementerio.
Huir por las calles grises amputando la sombra de la tarde
con mi escalpelo de ceniza y ruido blanco del tranvía.
Siempre el corazón contando las veletas de los gallos en los techos
y las cucharadas de jarabe que se vuelcan impunemente en las rodillas de los ciegos.
Hombres heridos de sangre y fuego primitivo,
en la cornisa de las cosas y de las cafeterías con olor rancio a percheros de hojalata.
Flores violetas atravesarán las gargantas amanecidas
y habrá un recuerdo de viejos veleros naufragando en mermelada de polen.
Ahí esta, otra vez, el surtidor, donde las almas que no existen
buscan la absolución o la medianoche.