Yo quería escribir una elegía de los días. Un poema de acero y fieltro y desengaño. Tatuar las paredes con acrílicos, sentir la lluvia dormir en las cornisas.
Pero no. No había caso entre los naranjos para que nos pongamos de acuerdo y otras cosas, ¿pero a qué tratar de descifrar si ya no hay cifra ni ocaso ni papa frita ni vino tinto ni nada?
Y tu perfume en mis manos mezclado con el olor del tabaco.
Orillame el sueño trastornado de la tarde, atravesame, dale, con ese cuchillo oxidado que está arriba de la barra. Si después de todo, puedo comprar una sonrisa nueva en la esquina de Rincón y Carlos Calvo a un linyera fuma-paco que no tiene dientes.
Ah, pero qué triste ha de ser la noche sin tanta nostalgia para llenarla. Lágrimas que olvidamos entre los manteles, las cafeteras y las magnolias indeferentes como los ojos de las estatuas.
Y el cielo abierto se desnuda lentamente de nubes. Allá está la vuelta de los pájaros a los postes de teléfono, y los manteles manchados del tuco dominguero y la desgracia de ser hombre y saber la muerte y esas cosas que te duelen cuando la primavera esboza su primer sonrisa de verano.
A veces escucho los ríos, el Mi menor de los abrazos, el traquetear de los trenes que parece que se desarman, la persiana, el subterráneo, y me aturdo y me canso y cierro los ojos, y escucho ronronear a la gata y me duermo, en silencio, una muerte momentánea de cinco horas. ¿Para qué? ¿Para cuándo? ¿Hasta dónde? Me pregunta en sueños un fantasma, pero no sé, no me importa, no me alcanza.